Esta fotografía fue tomada en el año 2006 y decidí llamarla VENTANA EN LLAMAS.

lunes, 23 de marzo de 2009

UN CADÁVER, capítulo I de HABLANDO CON LOS MUERTOS

El 13 de enero del año 2001 en El Salvador, un gigantesco derrumbe en una zona de la cordillera del Bálsamo, causado por el primer terremoto de los dos que habría ese año, cubrió un gran número de casas en la colonia Las Colinas, de Santa Tecla. En un par de segundos varios cientos de personas se vieron soterradas bruscamente, de una forma terriblemente inesperada.

No sólo en Santa Tecla había habido tragedia, por supuesto; el terremoto había sacudido fuertemente también otras partes del país; pero la magnitud del infortunio de Las Colinas era incuestionable. La medición del sismo había sido de 7.6 en la escala de Richter y con una duración de 45 segundos. Miles de metros cúbicos de tierra del deslave habían caído violentamente sobre 267 viviendas. La cifra de fallecidos –nunca precisada- era entre 450 y 600 personas.

Vista desde la carretera Panamericana, esa mañana de enero Las Colinas era un paisaje aterrador. Pero era aún peor al acercarse: bajo los pies podía uno sentir las vibraciones, los golpes y la angustia que bajo tierra producían algunas personas que se encontraban todavía con vida. Era una situación agobiante, como si una zozobra maléfica hubiese querido reinar por unos días, celebrando una fiesta de desgracias.

Roberto, un joven médico de San Salvador, escuchó la noticia por la radio y corrió al lugar del desastre, a la zona donde otros salvadoreños sufrieron fatalmente en carne propia la tragedia. Roberto ayudó con pico y pala cavando y acarreando tierra. Intentaba dirigirse por los ruidos subterráneos; pero no conseguía encontrar a nadie. Roberto estaba con los demás voluntarios, unos diez salvadoreños que se solidarizaron con la calamidad, decena que después creció bastante.

Buenas personas se acercaban por momentos para regalarles agua o algún trozo de pan.

De pronto, caída la tarde, después de incansables excavaciones, se empezaron a encontrar las primeras personas muertas. Eran tres: dos muchachos y una señora de edad. Sus cuerpos fueron colocados unos junto a otros en la improvisada morgue. Muy pronto llegaron peritos forenses, quienes, después de tomar notas y fotografías, ordenaron que los cadáveres fueran envueltos en bolsas negras y trasladados hacia Medicina Legal.

Ya entrada la noche Roberto se sentía agotado. Muchos habían empezado a irse. Él quería irse también; pero algo dentro de sí gritaba: «No te vayás, no te vayás».
Repentinamente algo pasó. A unos cuarenta metros de él alguien gritó: « ¡Una mano, una mano...!»

Todos corrieron para tratar de ayudar.

El cuerpo completo estaba enterrado y sólo su mano derecha sobresalía en la superficie; estaba muy pálida y tenía rastros de esmalte transparente en las uñas.

Los socorristas alejaron a los otros voluntarios un poco del lugar y hábilmente hicieron su trabajo. Ellos, con destreza, arrebataron de la tierra abrazante el cuerpo de una mujer de unos 30 años de edad; su cadáver fue encontrado sobre la mesa del comedor destruido de una casa, bajo metales retorcidos, trozos de madera y otros escombros; estaba sucio y en las primeras horas de descomposición; pero también había abundante sangre desecada en su cabeza.

Roberto no podía imaginar quién era… Se acercó por curiosidad primero; pero también porque le pareció ver algo fuertemente familiar en ella.

Cuando vio su cadáver, con el rostro totalmente cubierto de tierra, irreconocible al principio, sintió una aguda estocada en el corazón: era el presentimiento de lo peor. Era la dolorosa corazonada. Eran sus pies, eran sus manos, eran sus labios…

-¡Yo la conozco! –gritó Roberto.

Observó con atención el cuerpo de Isabel. ¡Y ahí estaba el tatuaje de un colibrí verde, en el muslo izquierdo!

Cuando se dio cuenta de que era ella, que era Isabel, Roberto no pudo más que sentir incredulidad. Seca y chocante incredulidad.

Las preguntas rondaron como hormigas rojas en su cerebro. « ¿Qué hace ella aquí? ¿Estuvo aquí la noche anterior al terremoto y por eso no llegó a dormir a su casa? »

-¡Isabel! ¡Isabel! –musitó Roberto casi si fuerzas, desconsolado, junto a los restos de ella.


Y luego, con el breve tiempo y la prontitud que se requiere cuando es un ser humano amado el que muere, Roberto se aterró con la noticia y la asimiló con dolor y amargura...

La mano de alguien –no supo nunca la de quién- le dio palmadas en la espalda.
Este es el capítulo I de la novela inédita HABLANDO CON LOS MUERTOS de Óscar Perdomo León.
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