Esta fotografía fue tomada en el año 2006 y decidí llamarla VENTANA EN LLAMAS.

sábado, 16 de enero de 2010

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Amaneció tímidamente. Los rayos del sol eran entorpecidos por la neblina que rondaba el amanecer frío. Había llovido intensamente durante toda la madrugada. Fray Bernardino era el primero, de los tres frailes que habitaban el convento, en levantarse. Gustaba mucho de dar una breve caminata por los jardines del monasterio antes de las seis de la mañana. Tomaba dos vasos del agua fresca antes del desayuno, agua que él mismo depositaba en esos prácticos instrumentos hechos de barro cocido que los indígenas de estas tierras nombraban como “porrones”.


Desde que conoció estas tierras se había enamorado de ellas, de su gente, de los maravillosos paisajes que observaba desde la ventana de su pequeña habitación, ubicada a un costado de la torre principal del la seráfica iglesia.


Amaba la naturaleza y se sentía feliz de encargarse del huerto del Hospital Santa Bárbara. Una vez a la semana visitaba a los indígenas ingresados en el nosocomio, con ellos había aprendido un poco de nahuat, la lengua con la que ellos se comunicaban entre sí, cuando no estaban frente a sus conquistadores.


Corría el mes de abril. La ciudad era próspera, el comercio fecundo, sus calles empedradas estaban circunscritas a las amplias y limpias aceras. Los edificios públicos estaban construidos a base de ladrillo, piedras y madera resistente y de gran belleza. Su gente noble y activa había hecho de esta villa un lugar con mucho futuro en muy poco tiempo.


El poblado era realmente una maravilla ante los ojos de propios y extraños. Se había trasladado hacía apenas 49 años del primer lugar en donde fue fundada. Sus primeros cimientos se erigieron allá en el lugar conocido como La Bermuda, cerca de Suchitoto; cuentan las anécdotas que sus habitantes decidieron trasladar la ciudad debido a los múltiples e intensos truenos que caían cerca y que no dejaban reposar el espíritu debido a la intensidad de los mismos. La villa al ser trasladada a su nueva ubicación, a orillas del río Acelhuate, recibió la advocación del Divino Salvador del Mundo. Esta hermosa y tropical localidad celebraba año con año a su patrono con un pomposo desfile de caballería y en esas fiestas era otorgado el Perdón Real a todos los habitantes durante la víspera y el mismo día de la Transfiguración.


En 1575 San Salvador había sido devastada por un enjambre de sismos que tuvieron como mayor referente el ocurrido en mayo de aquel año; sin embargo había logrado resurgir de entre las cenizas, hoy más hermosa que antes.


Para el año de 1594 San Salvador era una joven villa de la colonia española, hermosa, limpia y fresca. En abril, las primeras lluvias se hacían notar, los zompopos de mayo salían a borbollones de sus escondites -aún antes de tiempo- y los maquilishuat floreaban, alegrando la vista y la mente de quienes los observaban.


El convento de San Francisco y el Hospital Santa Bárbara, eran dos de las construcciones que más enorgullecían a los san salvadoreños. Fray Bernardino, limpiaba personalmente la imagen de San Francisco de Asís, lo hacía con el mismo ritual todos los días a las 10:00 a.m., su esmero y dedicación llamaban la atención de sus superiores; según Fray Bernardino, esto era por una promesa que de chico le hizo al santo de Asís, cuando le salvó la vida al caer del caballo que montaba camino a Valladolid, justo a las 10:00 a.m.


El 21 de abril de ese año Fray Bernardino no pudo cumplir con su promesa de limpiar la imagen a la hora prevista, debido a que tuvo que acompañar al Hospital Santa Bárbara a los delegados provenientes de la provincia de Chiapas y Guatemala. Estos caballeros venían a constatar por sus medios el rápido avance de la villa de San Salvador; les mostró las instalaciones siempre limpias y la magnífica construcción hecha con los mejores materiales de la zona, pero no logró que los foráneos entraran a los pabellones en donde los indígenas eran atendidos. Anduvieron caminando a lo largo de los pasillos soleados, les mostró los bellos y amplios jardines y para terminar la visita les enseñó el huerto del hospital, en el cual se sembraban frutas y vegetales del Viejo y del Nuevo Mundo. La jornada terminó cerca del mediodía, los visitantes extenuados por la caminata y el calor decidieron que tomarían el almuerzo junto con el alcalde segundo Don Juan Hidalgo, quien gustosamente les había ofrecido su hermosa estancia para hospedarlos.


Pasado el mediodía, los visitantes decidieron retirarse a las habitaciones respectivas para descansar y sacarse de encima los ropajes que resultaban excesivos para el caluroso clima de nuestras tierras en abril. A eso de las cuatro de la tarde se sentaron bajo la fresca sombra del alto y frondoso amate -silencioso testigo de la historia- que se encontraba en el centro del jardín interno de la casa del alcalde segundo. Sus paladares se deleitaron con frutos de colores intensos y sabores indescriptibles; las amplias estancias, los corredores llenos de flores rojas, amarillas y naranjas daban una sensación de plácido bienestar. Decidieron recorrer la localidad y conocer un poco de las anécdotas de los españoles que vivían ahí, pero requirieron la presencia de Fray Bernardino por ser un hombre servicial, dedicado a la iglesia y de carismático carácter.


En el Convento de San Francisco, Fray Bernardino se movía ágilmente de un lado hacia otro. Se encontraba muy atrasado con sus quehaceres, el recorrido matutino por el hospital había hecho que todo su plan diario de actividades quedara reducido a la desorganización total. Bernardino, hombre sereno, de tez blanca, ojos de mirada intensa y de figura atlética no dejaba que ninguna adversidad alterara su espíritu; aquella tarde no había tomado la siesta reglamentaria, ese tiempo lo invirtió en arreglar la biblioteca, realizar su confesión semanal, curarse la úlcera que desde hacía un mes habitaba en su muslo derecho y que causaba intensas fiebres y profundos dolores; según le había manifestado el médico era a consecuencia de una picadura de un insecto nativo de estas tierras y la medicina exacta aún no conocida por la ciencia del galeno. Aún le faltaba ir al huerto y a la bodega de la cocina para elegir los vegetales y algunas carnes que servirían para la cena de la comunidad de frailes. A las cuatro de la tarde se encontraba terminando de girar instrucciones para la preparación de los alimentos y se dirigía a pedir la autorización a su superior para acompañar a los visitantes a las diligencias que ellos deseaban realizar. Caminaba por los largos y solitarios pasillos del monasterio hacia la capilla dedicada a Santa Clara para solicitarlo, pero su espíritu estaba agitado. Salió del convento a caballo, sin embargo su mente se había quedado en la Iglesia del convento, aún no había limpiado la imagen de San Francisco de Asís. Escasas veces había quebrantado su promesa, esto era en realidad lo único que lograba desequilibrar la sobriedad de su alma.


Durante el recorrido vespertino por San Salvador, mostró los molinos que se ubicaban a orillas del magnífico río Acelhuate y las suntuosas casas que se encontraban en sus orillas.


Esa noche llegó exhausto a su sencillo dormitorio, realizó su estudio bíblico obligatorio, rezó las oraciones diarias y meditó sobre su vida. Despertó asustado de los escasos segundos de sueño que su mente le robó a la concentración de la meditación, sacó fuerzas del agotamiento y salió de su celda. Ayudado más por la memorización del camino que por la luz de la vela que empuñaba su mano izquierda llegó hasta la imagen venerada y amada de San Francisco.


Encendió las cinco velas derechas primero y luego las cinco izquierdas que tenía San Francisco. El lugar estaba verdaderamente oscuro, la humedad se hacía sentir y las primeras gotas de lluvia caían veinticinco metros arriba de él. La imagen estaba colocada sobre una base de madera de roble de 10 cm. de altura, tallada en madera de cedro y traída en barco desde el propio Asís, medía 170 cm. de altura y estaba colocada en la nave derecha de la iglesia. Aunque no era costumbre de la época, los frailes decidieron ubicarla directamente en el piso, esperando que con esto los pobladores en algún momento pudieran tener la experiencia de tocarla y convertirse al catolicismo, si aún no lo estaban. Con el paño limpio, inició el cumplimiento de su palabra de honor. Con el mayor respeto y amor posible, se arrodilló y le sacó el polvo a la inscripción que yacía a los pies: “PAZ Y BIEN”. Se incorporó y agarró el pequeño banco de madera de apenas 30 centímetros de altura, que estaba a un lado de la imagen, lo colocó frente a la misma, se paró en éste y sacudió la cabeza, el pecho y los brazos dispuestos en actitud de oración. Decidió bajarse del taburete y al momento de sentarse sobre él, para continuar la limpieza en la parte del abdomen y las piernas, una intensa sacudida proveniente de las entrañas de la tierra lo hizo perder el equilibrio y caer. El movimiento cesó. Al momento de intentar ponerse de pie, aún aturdido sin saber exactamente que era lo que había pasado un breve pero soberbio y enfurecido salto de las profundidades de la madre tierra tiró nuevamente al ya confundido fraile. En esos largos pero escasos segundos, él, Bernardino el hombre, el amigo, el fraile custodio de la imagen de San Francisco de Asís, observó como la iglesia se desplomaba ladrillo a ladrillo. Polvo, columnas, techo, paredes y candiles cayeron al suelo y se confundieron en un mar de incertidumbre. Oyó a lo lejos los gritos de los demás, el cacaraquear de las gallinas y el aullar de los perros. Sintió en su piel la siniestra maldad de la naturaleza. Olfateo la desgracia.


La confusión era intensa. Recordó que algunos de los indios internados en el hospital le hablaban de los constantes reclamos de la madre tierra hacia sus hijos. Cuando comprendió lo que estaba sucediendo vio como los candelabros que sostenían las velas que iluminaban a San Francisco de Asís caían. No hubo incendio. Los veinticinco metros de paredes desplomándose por toda la iglesia callaron el fuego. Con estrépito y fuerza la imagen de San Francisco de Asís, junto a una gruesa viga cayeron sobre el abatido cuerpo de fray Bernardino, quien murió instantáneamente sin agonía ni dolor.


Esa noche San Salvador quedó nuevamente envuelto en una nube de muerte y calamidad. Los cimientos de la esplendorosa y floreciente ciudad desnudaron su vulnerabilidad, sepultando bajo los escombros a los enviados de la Provincia de Chiapas y Guatemala, así como a sus frailes y a sus enfermos. El convento de San Francisco y el Hospital Santa Bárbara quedaron totalmente destruidos.


El Valle de las Hamacas reclamaba su dominio una vez más, como siempre lo había hecho.


Érika Mariana Valencia-Perdomo


NOTA: Este cuento fue inspirado en una historia de Jorge Lardé y Larín

Imagen de la Iglesia de Candelaria extraída de
http://img210.imageshack.us/i/83446334.jpg/
Esta imagen, usada aquí para ambientar un poco el cuento, es una fotografía recortada y que fue tomada el 12 de junio de 1922, después de la inundación de San Salvador.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me gustó su cuento doctora.

María Blanca.